Se pueden hacer muchas interpretaciones sobre lo que trasmite el grabado
de Goya “El sueño de la razón produce monstruos”, incluso algunas
opuestas entre sí. Sin descartar otros significados, para mí la frase es
una buena alegoría de la tecno-ciencia dominante: sus sueños producen
monstruos y basada en la razón lineal y unívoca que la caracteriza, los
trata de construir, lo que muchas veces logra, a despecho de sus
impactos. Aunque el uso de la palabra “ciencia” en este caso es
demasiado generoso. Se trata en realidad de tecnologías que pueden ser
muy sofisticadas, pero que se desarrollan con un objetivo cerrado de
antemano: la producción de ganancias para las grandes empresas que las
poseen, para lo cual eliminan de la consideración factores de duda y
complejidad, o sea, niegan principios fundamentales de toda ciencia.
Un
ejemplo muy claro de esta lógica reducidora son los cultivos
transgénicos. Con veinte años en el mercado, las estadísticas oficiales
de Estados Unidos, primer y principal productor de transgénicos en el
mundo, muestran que las semillas son más caras, que la productividad es
menor que los híbridos que ya existían, que han aumentado brutalmente el
uso de agrotóxicos en la siembra y los residuos de éstos en alimentos,
aguas y suelos, con graves impactos en la salud y el medio ambiente.
Todas las semillas transgénicas están patentadas, por lo que la
contaminación con esos genes se convierte en un delito para las víctimas
–y en negocio para las empresas. La investigación y desarrollo de un
evento transgénico cuesta en promedio 136 millones de dólares
estadounidenses, mientras que producir una semilla híbrida cuesta en
promedio 1 millón de dólares.
Aunque cada semilla producida en
laboratorio, se basa en las variedades creadas por campesinos e
indígenas desde hace miles de años, esos procesos industriales
desplazan, erosionan y contaminan las miles de variedades que campesinas
y campesinos producen cada año, adaptadas a miles de microclimas,
situaciones geográficas, variaciones por cambio climático, necesidades y
gustos locales, que siguen estando en libre circulación entre quienes
las crearon y muchos más y que son la base de la alimentación de la
mayoría de la población mundial.
Son muy pocas las empresas que
controlan todos los cultivos transgénicos que se plantan comercialmente
en el mundo (Monsanto, Syngenta, DuPont-Pioneer, Dow, Bayer, Basf) y
como están en proceso de fusiones, serán aún menos. Son las mismas que
controlan más de dos terceras partes del mercado global de semillas
híbridas y de agrotóxicos. Por ello, aunque los transgénicos sean peores
que los híbridos que ya existían, como son más caros y generan más
dependencia y más ventas de agrotóxicos, las trasnacionales insisten en
imponerlos.
Para que una tecnología llegue al mercado, no es
necesario que sea buena, ni siquiera útil, simplemente que los que la
controlan tengan el poder económico, político y si hace falta, de
corrupción, para que así sea. Pero pese a las ingentes cantidades de
dinero que la industria biotecnológica ha gastado en propaganda,
mercadeo, cabildeo o corrupción para hacer leyes a su favor, no ha
logrado que la mayoría de la gente los apoye, ni siquiera que sea
indiferente. En todo el mundo, la mayoría de las personas contestan que
prefieren no comer transgénicos. Es un hecho muy importante, han
invadido los mercados, pero no han logrado colonizarnos la mente.
Los
transgénicos son una tecnología inexacta y ya obsoleta, aunque las
empresas insisten en plantarlos en nuestros países, para seguir sacando
ganancia de los productos que ya tienen. Pero la industria
biotecnológica y los laboratorios financiados por ellas han desarrollado
en los últimos años otras tecnologías, que tratan de desligar
públicamente de los transgénicos, para evadir tanto regulaciones como la
resistencia de la gente.
La mayoría de estas nuevas biotecnologías
se engloban en el campo de la biología sintética, que es la construcción
en laboratorio de secuencias genéticas sintéticas para rediseñar,
“editar” sistemas biológicos o sintetizar genomas completos, es decir
construir organismos vivos, pero sintéticos. Esta última parte no ha
pasado de microorganismos pequeños, como virus, pero industriales
pioneros como Craig Venter, ya han construido artificialmente todo el
genoma de una bacteria y existen varios proyectos para ensamblar
sintéticamente organismos mucho más complejos.
A diferencia de los
transgénicos, en los que al principio eran pequeñas empresas que
invertían, en la industria de la biología sintética entraron desde el
inicio los pesos pesados: las mayores empresas globales petroleras,
químicas, farmacéuticas, de agronegocios. La mayoría de la industria se
dedicó al principio a tratar de modificar el metabolismo de
microorganismos para que produjeran combustibles a partir de biomasa, lo
cual lograron hacer en laboratorio, pero les resultó difícil escalarlo.
Por ello, usando las mismas técnicas, se dedican ahora a la
manipulación del metabolismo de bacterias y levaduras para sintetizar
compuestos de alto valor agregado, como principios farmacéuticos,
saborizantes y fragancias.
Ya existen en producción o en camino
versiones de biología sintética de artemisa, vainilla, azafrán, pachuli,
vetiver, aceite de coco y de rosa, stevia, gingseng, entre otros. La
industria los presenta como “naturales” porque son producidos en tanques
por microbios vivos modificados. Nada se ha investigado sobre los
impactos ambientales de estos microbios transgénicos 2.0, ni que
sucederá cuando escapen de los tanques a los ecosistemas, mucho menos
qué impactos tendrán en la salud los productos derivados. Lo que sí se
sabe es que casi todas las sustancias botánicas que la industria de la
biología sintética reemplaza o proyecta reemplazar, son actualmente
producto del trabajo de millones de campesinas y campesinos en
diferentes partes del mundo, para quienes esta cuidadosa labor de
recolección y cultivo significa su única fuente de ingresos.
Las
empresas de agronegocios y transgénicos están avanzando también en la
utilización de biología sintética para manipular otras plantas y
cultivos. Por ejemplo, existe la tecnología para crear malezas que sean
más susceptibles a los agrotóxicos, ya que uno de los topes de los
cultivos transgénicos es el surgimiento ya muy expandido de
“supermalezas”, que son resistentes a sus agrotóxicos. De esta forma,
podrían usar aún más.
Al igual que con los transgénicos, las empresas
aseguran que la biología sintética es una panacea para atender los
problemas de hambre, salud y medio ambiente. Por el contrario, está a la
vista que lo que quieren con estas nuevas tecnologías es renovar sus
ganancias reciclando sus transgénicos obsoletos y desplazando
producciones campesinas.
La biología sintética avanza muy rápidamente
y prácticamente sin ningún control, en agricultura y también en otros
campos, con impactos económicos, ambientales, de salud, potencialmente
muy graves. La posición del Grupo ETC es pugnar por una moratoria
inmediata a la biología sintética, como mínimo para conocer y discutir
sus posibles impactos. El tema ya está en discusión en el Convenio de
Diversidad Biológica de Naciones Unidas (que se reunirá en México en
diciembre 2016), pero es solamente a partir de las protestas de la
gente, los movimientos, comunidades y organizaciones, que atenderán esta
demanda.
De fondo, además del cuestionamiento a esta nueva
tecnología, necesitamos construir una crítica colectiva que no sea
solamente frente a cada tecnología por separado, sino a la matriz
tecno-científica dominante.
Fuente: Eco-sitio.com
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