Vivimos en un mundo al revés, en el que se premia a las multinacionales
de la agricultura transgénica, mientras acaban con la agricultura y la
agrodiversidad. El Premio Mundial de Alimentación 2013, lo que algunos
llaman el Nobel de Agricultura, ha sido concedido este año a dos
representantes de la industria transgénica: Robert Fraley de Monsanto y
Mary-Dell Chilton de Syngenta. El tercer galardonado ha sido Marc Van
Montagu de la Universidad de Gante (Bélgica). Todos ellos distinguidos
por sus investigaciones a favor de una agricultura biotecnológica.
Y
me pregunto: ¿Cómo puede ser que se conceda un galardón que,
teóricamente, reconoce "las personas que han hecho avanzar (...) la
calidad, la cantidad y el acceso a los alimentos" a quienes promueven un
modelo agrícola que genera hambre, pobreza y desigualdad. Los mismos
argumentos, imagino, que llevan a conceder el Nobel de la Paz a quienes
fomentan la guerra. Como dice el escritor Eduardo Galeano, en su libro
'Patas arriba' (1998), "se premia al revés: se desprecia la honestidad,
se castiga el trabajo, se recompensa la falta de escrúpulos y se
alimenta el canibalismo".
Nos quieren hacer creer que las
políticas que nos han conducido a la presente situación de crisis
alimentaria serán las soluciones, pero eso es mentira. La realidad
tozuda nos demuestra, a pesar de los discursos oficiales, que el actual
modelo de agricultura y alimentación es incapaz de dar de comer a la
gente, cuidar de nuestras tierras y de aquellos que trabajan el campo.
Hoy, a pesar de que, según datos del instituto GRAIN, la producción de
alimentos se ha multiplicado por tres desde los años 60, mientras que la
población mundial desde entonces tan solo se ha duplicado, 870
millones de personas en el mundo pasan hambre. Hambre, pues, en un
planeta de la abundancia de la comida.
La Organización de las
Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, la FAO, reconoce
que en los últimos cien años han desaparecido el 75% de las variedades
agrícolas. Nuestra seguridad alimentaria no está garantizada, al
depender de un abanico cada vez más reducido de especies animales y
vegetales. En definitiva, se promueven aquellas variedades que más se
adecuan a los estándares de la agroindustria (que pueden viajar miles
de kilómetros antes de llegar a nuestro plato, que tengan un buen
aspecto en las estanterías del supermercado, etc.). Dejando de lado
otros criterios como la calidad y la diversidad de lo que comemos.
Se
nos dice que para acabar con el hambre en el mundo hay que producir
más alimentos y, en consecuencia, que es necesaria una agricultura
transgénica. Pero hoy de comida no falta sino sobra. No tenemos un
problema de producción, sino de acceso. Y la agricultura transgénica no
democratiza el sistema alimentario; al contrario, privatiza las
semillas, promueve la dependencia campesina, contamina la agricultura
convencional y ecológica e impone sus intereses particulares al
principio de precaución que debería de prevalecer.
Marie Monique
Robin, autora del libro y el documental 'El mundo según Monsanto'
(2008), lo deja claro: estas empresas quieren "controlar la cadena
alimentaria" y "los transgénicos son un medio para conseguir este
objetivo". Premios como los concedidos a Monsanto y Syngenta son una
farsa, ante la que sólo hay una respuesta posible: la denuncia. Y
señalar que otra agricultura sólo será posible al margen de los
intereses de estas multinacionales.
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