Trasgénicos,
sí o sí. No nos dejan opción, parece. La Comisión Europea así lo impuso
la semana pasada cuando decidió aprobar, pese al rechazo de la mayor
parte de países miembros, el cultivo de un nuevo maíz transgénico en
Europa: el TC1507 del grupo Pioneer-DuPont. Los votos en contra de 19
países, de un total de 28, en el Consejo de Ministros de la Unión e
incluso el rechazo mayoritario del Parlamento Europeo de poco sirvieron.
La Comisión argumentó que la mayoría contraria alcanzada en el Consejo,
al no ser cualificada, era insuficiente para dar carpetazo a la
propuesta. Así funciona la Comisión, que usa dicho mecanismo para
imponer medidas impopulares. ¿Quién manda en Europa? ¿Los ciudadanos o
los lobbies?
La
Unión Europea, de hecho, permite ya el cultivo de transgénicos. En
concreto, el del maíz MON810 de Monsanto. Un maíz modificado
genéticamente, al que se le introduce el gen de una bacteria que le
lleva a producir una toxina, conocida como Bt, que lo hace resistente al
taladro, permitiendo combatir esta plaga. Sin embargo, muchos de los
países miembros, como Francia, Alemania, Austria, Grecia, Irlanda,
Polonia, Italia, Hungría…, lo prohíben. Informes científicos advierten
de su impacto en el medio ambiente y señalan claras incertidumbres en
la salud, entre otras cuestiones. Prima, en dichos países, el principio
de precaución: si las consecuencias de un acto pueden ser negativas e
irreversibles, no se lleva a cabo hasta que se adquieran los
conocimientos científicos necesarios para evitarlas.
Amistades peligrosas
Sin
embargo, como dirían en tiempos del generalísimo Francisco Franco,
“Spain is different”. El Estado español es el único país de la Unión
Europea que cultiva maíz transgénico a gran escala, sobre todo en Aragón
y Catalunya. Se calcula que aquí se siembra el 80% de la producción de
toda Europa, según datos de 2009 del Servicio Internacional de
Agrobiotecnología (ISAAA). Y eso, sin tener en cuenta los campos
experimentales. ¿Por qué? Su cultivo empezó en 1998, bajo el gobierno de
José María Aznar y el Partido Popular (PP), y con la producción de la
variedad de maíz transgénico Bt176 de Sygenta, que en 2005 fue prohibida
por sus efectos negativos en el ecosistema. Desde entonces, la
producción por excelencia es la de maíz transgénico MON810. Los vínculos
estrechos entre industria biotecnológica, principal promotora de los
Organismos Genéticamente Modificados (OGM), y las instituciones públicas
explican el porqué. Amistades peligrosas para el bien común.
La
dinámica de puertas giratorias, paso de la empresa privada al gobierno y
viceversa, ha estado al orden del día tanto en las administraciones del
PP como del PSOE. La actual Secretaria de Estado de Investigación
Desarrollo e Innovación, en el Ministerio de Economía, Carmen Vela fue
presidenta de la Sociedad Española de Biotecnología (SEBIOT), con una
apuesta clara por los cultivos transgénicos. En el anterior gobierno del
PSOE, Cristina Garmendia, ministra de Ciencia e Innovación, antes de
ocupar este cargo fue la presidenta de ASEBIO, el principal lobby
protransgénico en el Estado, con empresas como Monsanto, Bayer,
Pioneer-DuPont entre sus miembros. Queda claro a quienes benefician las
medidas que se toman en dichos departamentos. Y estos no son los únicos
ejemplos. Hay muchos más, como deja claro el informe Las malas compañías. ¿Quién decide la política del Gobierno sobre transgénicos? de Amigos de la Tierra.
El Estado español, se ha convertido en la puerta de entrada de los transgénicos en Europa. Incluso los cables filtrados por Wikileaks dejaron
constancia de ello al destapar como el Secretario de Estado de Medio
Rural Josep Puxeu, en 2009, llegó a pedir al embajador de Estados Unidos
que “mantuvieran la presión” sobre la Unión Europea en favor de los
OGM. La alianza entre ambas administraciones es clave en la defensa de
los intereses de compañías como Monsanto.
El
gobierno, asimismo, no escatima recursos en subvencionar la
investigación sobre cultivos y alimentos transgénicos, a la que destina
60 veces más dinero que al estudio sobre agricultura ecológica, a pesar
de que esta última genera 25 veces más empleo que la primera, según
datos de Amigos de la Tierra.
Y cuando se trata de dar cifras sobre el número de hectáreas cultivadas
no duda, año tras año, en anunciar “nuevos récords”. Aunque estas
cifras chocan con las proporcionadas por organizaciones agrarias y ecologistas,
y obtenidas de las Comunidades Autónomas, que las sitúan en niveles
incluso inferiores a las del 2008, con un total de 70 mil hectáreas
cultivadas frente a las 137 mil que indica el Ministerio de Agricultura,
Alimentación y Medio Ambiente. Las organizaciones acusan al gobierno de
dar datos falsos. El discurso anti-transgénicos parecería estar
calando, y por eso se producirían menos transgénicos, muy a pesar de
algunos.
Contaminación, abejas y más herbicidas
El impacto de los transgénicos lo podemos situar en tres niveles: sobre el medio ambiente, la salud y a nivel político.
La coexistencia entre cultivos transgénicos y convencionales y ecológicos se ha demostrado imposible.
A pesar de que la administración fija una distancia mínima entre ambos,
ésta o resulta insuficiente o a veces incluso ni se cumple. La
contaminación se puede producir en diferentes etapas de la cadena: desde
la semilla, a través de la polinización, vía el transporte, en el
almacenaje o durante el procesado. Varios casos han sido ya denunciados. Esta
situación ha conducido al abandono del cultivo de maíz, en especial el
ecológico, y diversas variedades han sido contaminadas sin remedio.
Entre los años 2004 y 2005, la producción de maíz ecológico en el Estado
español disminuyó un 42% y en Aragón, donde más se conrean
transgénicos, un 69%.
El
impacto especialmente en abejas, pero, también, en otros insectos
claves para la polinización como abejorros, mariposas, avispas… es una
realidad. En concreto, el maíz transgénico Bt desprende una toxina que
no solo acaba con la plaga del taladro sino que en ocasiones puede
afectar asimismo a estos otros insectos. Desde finales de los años 90, y
como indica Greenpeace,
se ha observado un declive muy importante de la población de abejas a
causa tanto de los cultivos transgénicos como del uso de plaguicidas
químicos que las matan. ¿Si las abejas desaparecen quien polinizará los
cultivos?
Los
defensores de los transgénicos afirman que estos reducen el uso de
pesticidas químicos. Nada más lejos de la realidad. El maíz Bt, por
ejemplo, al desprender por si mismo una toxina que acaba con
determinados gusanos se convierte en, lo que algunos autores llaman, un
“maíz insecticida”. Evidentemente, no se debe de aplicar un pesticida a
dicho cultivo porqué la misma planta ya lo desprende las 24 horas del
día. A parte hay que contar, como señala GRAIN,
las resistencias que los gusanos pueden generar con tantas toxinas en
estos monocultivos y la aparición, en consecuencia, de plagas
secundarias que necesitan ser tratadas con más productos químicos.
Lo
mismo sucede con los transgénicos tolerantes a herbicidas, que
incorporan un gen que permite fumigarlos con un solo herbicida, de tal
modo que la planta, al ser resistente al mismo, no se ve afectada a
diferencia de todo aquello que la rodea. El herbicida más utilizado es
el Roundup de la multinacional Monsanto, y su compuesto principal el
glifosato. La extensión a gran escala de estos cultivos, en particular
la producción de soja transgénica a nivel mundial, ha implicado un mayor
uso de estos herbicidas. En Argentina, por ejemplo, treinta años atrás
el cultivo de soja era casi inexistente, actualmente, en cambio, más de
las mitad de sus tierras agrícolas son monocultivos sojeros. Si en 1995,
se utilizaban ocho millones de litros de glifosato para dichos campos,
hoy suman más de 200 millones, según GRAIN.
Saquen cuentas. A parte, la extensión masiva de este cultivo ha
generado la aparición de casi dos docenas de plantas resistentes a estos
herbicidas. Lo que ha obligado a usar más agrotóxicos para combatirlas.
El caso de Estados Unidos, como indica GRAIN,
lo deja claro: los agricultores que, en 2011, cultivaron sus campos con
semillas transgénicas necesitaron un 24% más de herbicidas, para
combatir las “malas hierbas” resistentes al mismo, que quienes sembraron
cultivos convencionales.
Salud en juego
Otro
de los temas más controvertidos es el impacto de los transgénicos en la
salud de las personas. Muchos dicen que son inocuos, que han sido
suficientemente testados y que no implican ningún riesgo para nuestra
salud. Desde administraciones públicas pasando por departamentos
universitarios hasta comités científicos defienden dicha posición. Sin
embargo, a menudo se obvian los intereses ocultos tras dichas
afirmaciones. Los tentáculos de la industria biotecnológica son muy
alargados. Incluso empresas como Bayer y Syngenta, al frente de la
industria transgénica, cuentan ya con cátedras propias: la Cátedra Bayer
CropScience en la Universidad Politécnica de Valencia y la Cátedra
UAM-Syngenta de Fertilizantes de Micronutrientes en la Universidad
Autónoma de Madrid. Queda claro a qué intereses responde su trabajo,
divulgación e investigaciones universitarias.
Informes
científicos independientes señalan el impacto negativo que pueden tener
los transgénicos en nuestra salud: nuevas alergias, resistencia a
antibióticos, disminución de la fertilidad, daños en órganos internos,
etc., según recoge Greenpeace.
“Los riesgos sanitarios a largo plazo de los OMG presentes en nuestra
alimentación o en la de los animales cuyos productos consumimos no se
están evaluando correctamente”, sentencia dicha organización. Tan pronto
como estos informes críticos ven la luz, múltiples son los intentos
para desacreditarlos y difamar a sus autores. Hay muchos intereses en
juego por parte de empresas como Monsanto, Bayer, DuPont, Syngenta.
Abundante dinero a ganar o a perder en función del dictamen de la
opinión pública. Para estas empresas se trata de una “guerra” donde todo
vale. Las campañas de desprestigio a quiénes ponen sus verdades
absolutas en cuestión es buena prueba de ello.
El caso del Dr. Gilles-Éric Séralini,
que ha liderado uno de los estudios críticos con mayor repercusión
mediática a nivel internacional, ha sido tal vez el mejor ejemplo. Su
equipo de investigación, en la Universidad de Caen, Francia, hizo
público, en septiembre de 2012, las conclusiones de una investigación
científica que ponía en evidencia los efectos nocivos a largo plazo del
maíz transgénico NK603 y del pesticida Roundup en experimentos con
ratas, las cuales a lo largo del ensayo desarrollaron enormes tumores y
enfermedades renales y hepáticas. La ofensiva contra este estudio no se
hizo esperar e incluso la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria se
posicionó en su contra, Agencia, por cierto, con vínculos estrechos con la industria biotecnológica y
cuya independencia deja mucho que desear. También, en noviembre de
2013, la revista científica Food and Chemical Toxicology, que había
divulgado dicho informe, se retractó de su publicación. ¿Casualidad? La organización GMWatch señalaba, con datos esclarecedores, la ofensiva de la industria biotecnológica para controlar estas publicaciones.
Más
allá de estos informes científicos, hay, tristemente, múltiples
evidencias, documentadas en primera persona y en todo el mundo, del
negativo impacto en la salud humana del cultivo de transgénicos y el uso
sistemático de herbicidas con glifosato. La experiencia de Sofía
Gatica, fundadora de Madres de Ituzaingó y merecedora de un Premio Nobel
Alternativo, es un buen ejemplo. Sofía Gatica perdió
una hija no más nacer a causa de una repentina parada de riñón. Un
hecho que la llevó a investigar las causas y descubrió cómo las
fumigaciones con glifosato sobre los campos sojeros alrededor de su
barrio, Ituzaingó, en la ciudad de Córdoba, Argentina, eran las
responsables. Su trabajo, puerta a puerta, la llevó, junto a otras
mujeres afectadas, a destapar decenas de casos de enfermos de cáncer,
malformaciones en niños, problemas respiratorios y de riñón, leucemia…
Un estudio epidemiológico realizado en la zona confirmó sus temores: el
agua que tomaban estaba contaminada con pesticidas y numerosos niños
tenían tóxicos en su sangre. Muchas Sofías Gatica son las que sufren las
consecuencias de las prácticas de multinacionales como Monsanto. Aunque
el dolor afecte a menudo a los más débiles es imposible acallarlo.
Concentración empresarial
Más
allá del impacto en el medio ambiente y en la salud, otro de los
efectos negativos de los transgénicos se da a nivel político, en lo que
concierne al control de las semillas, la esencia de la vida, y otros
insumos agrícolas (la genética del ganado, los plaguicidas y
fertilizantes químicos, etc.). Hoy, unas pocas multinacionales como
Syngenta, Bayer, BASF, Dow, Monsanto y DuPont controlan el 60% de las
semillas que se comercializan y el 76% de los agroquímicos que se
aplican a los cultivos, como indica el informe Los gigantes genéticos hacen su cártel de la caridad del
Grupo ETC. Vemos cómo los mismos que hacen negocio patentado las
simientes son los que también se lucran comercializando los pesticidas
químicos que se emplean en la agricultura “moderna”.
La
concentración empresarial aumenta, y tiene consecuencias. Por poner un
caso, el precio de las semillas en Estados Unidos, entre 1994 y 2000,
aumentó más que cualquier otro insumo agrícola, doblando su costo en
relación al precio que los agricultores obtenían por las cosechas,
según el Grupo ETC. Monsanto, por ejemplo, es la empresa más grande de semillas del mundo y es a la vez la cuarta mayor productora de pesticidas.
Algunos
dirán que las reflexiones aquí vertidas son tendenciosas, pero sería
bueno recordar que el posicionamiento dominante, político, mediático y
científico, en relación a los transgénicos es un discurso único servido
en bandeja por la industria biotecnológica y transgénica. Unas compañías
que destinan millones de euros a ensalzar las virtudes de los OMG, que
compran estudios, cátedras y departamentos universitarios supuestamente
objetivos y que establecen relaciones estrechas con los políticos de
turno. Para que no haya dudas: no se trata de oponerse a los avances
científicos. Ni mucho menos. Lo que necesitamos es fomentar una ciencia
independiente de los intereses de las grandes empresas y al servicio del
bien común.
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