27 febrero 2016

Sin indígenas no hay selva

Sin indígenas no hay selva
Las 305 comunidades nativas son una de las últimas barreras para la deforestación masiva en Brasil. El poderoso lobby agroindustrial presiona para limitar su derecho a la tierra.

En Brasil, la problemática indígena y la ecológica están estrechamente relacionadas: mantener poblaciones nativas poco densas en ciertas regiones del país es una garantía de preservación del medio ambiente. En realidad, aunque en la nación más extensa de América del Sur se conserva la mayor parte de uno de los pulmones del planeta, la Amazonia, buena parte del territorio brasileño está completamente desforestado debido al imparable avance de la ganadería extensiva y de las plantaciones agroindustriales de caña, soja, maíz y otros productos.




Después de una década de descenso continuado de la tala masiva (frente a su crecimiento imparable en el resto de países amazónicos y otras regiones del globo, donde aumentó un 62% entre 1990 y 2010), Brasil vuelve a destruir bosque húmedo a un ritmo preocupante. De los 27.772 kilómetros cuadrados arrasados en 2004 se pasó a 4.571 en 2012 debido a diversas iniciativas del Gobierno, como el endurecimiento de las leyes medioambientales y la prohibición de la venta de soja procedente de áreas deforestadas

Sin embargo, en 2013, la deforestación se disparó hasta los 5.891 kilómetros cuadrados, según datos del independiente Instituto del Hombre y del Medioambiente de Amazonia (Imazon). Y en 2014 se más que duplicó, de acuerdo con un análisis basado en fotografías de satélite publicado la primavera pasada por este organismo, que desvela que la mayor parte de los terrenos se destinarán a pastos para el ganado, un sector en auge debido al crecimiento del mercado mundial de la carne.

Un poderoso grupo de presión, con una fuerte influencia en la Cámara de Diputados, la bancada ruralista, lleva lustros tratando de limitar al máximo la superficie de las reservas de los 305 pueblos indígenas brasileños para expandir el agronegocio. Su pretensión es expulsar de sus tierras a los 900.000 indios que quedan en Brasil, destruir el manto forestal y extender los cultivos y cría de ganado para la exportación, bajo el argumento de que éstos son la base de la prosperidad del país y la única vía para consolidar su papel como potencia emergente.

Hasta 2015, la extensión de la superficie agrícola y ganadera se veía frenada, básicamente, por la demarcación de tierras indígenas y de áreas de protección ambiental. La delimitación de las tierras indígenas era un proceso muy complejo que era dirigido por la FUNAI (Fundación Nacional del Indio), el organismo gubernamental encargado de la protección de los derechos de los indígenas. Su objetivo era garantizar a las comunidades nativas la posesión de las tierras que tradicionalmente estaban ocupando y evitar la presencia de no indios en estas zonas.

Mediante estudios de especialistas, la FUNAI elaboraba informes sobre las tierras a delimitar y los colonos presentes a indemnizar. Estos informes deberían ser aprobados por el gobierno tras una revisión de la decisión de la FUNAI por parte del Ministerio de Justicia. Tras su publicación, debía procederse a la expulsión de los eventuales colonos instalados sobre el terreno y a impedir actividades económicas no tradicionales en la zona.
Los sucesivos gobiernos federales brasileños han mostrado diferente sensibilidad frente a la cuestión de las tierras indígenas. Algunos, como el de Fernando Collor de Mello (1990-1992), aceleraron el proceso de reconocimiento, pero otros tendieron a frenarlo, acumulando los informes de demarcación de la FUNAI sin proceder a su aprobación. Algún territorio indígena, como Maraiwãtsédé, tardó 20 años en lograr su regularización. Y los gobiernos del PT (Partido de los Trabajadores), a pesar de su retórica indigenista, han tendido a ralentizar las demarcaciones.

Expedientes paralizados

En realidad, el gabinete de Dilma Rousseff ha sido el más reticente a este proceso y ha contribuido a paralizar los dictámenes de la FUNAI. Hasta 32 informes terminados de la FUNAI esperan, en estos momentos, la aprobación gubernamental, y otras 300 solicitudes de demarcación están paralizadas en manos del organismo encargado de asuntos indígenas. La publicación de los procesos aprobados, que debería producirse, según la ley, en un plazo máximo de 15 días, en algunos casos se ha demorado hasta cuatro años. En el momento en que se decreta la expulsión de los no indios del territorio, suelen tener que actuar las autoridades de nuevo, porque los ocupantes se niegan a marcharse.
La actitud obstruccionista del gobierno del PT responde a las presiones de la bancada ruralista y a la debilidad del ejecutivo frente a las presiones del parlamento. Los propietarios rurales han organizado durante los últimos años grandes campañas contra la demarcación de tierras, argumentando que suponen un ataque a la propiedad privada de los colonos. De forma recurrente, alegan que los indios no tienen derecho al territorio porque no lo ocupaban realmente mediante poblados estables. Y su mensaje, apoyado por ciertos medios de comunicación, ha obtenido mucho eco.

Los expulsados de tierras indígenas, o los que aspiran a ocuparlas, han recurrido sistemáticamente las demarcaciones ante el poder judicial, y muchos magistrados se han mostrado sensibles a sus argumentos. Un gran número de demarcaciones han sido recurridas por el lobby agroexportador, y los procesos han sido paralizados cautelarmente. El Tribunal Supremo brasileño ha sido acusado incluso de excederse en sus funciones al prohibir la ampliación de las tierras indígenas ya demarcadas.

El pasado octubre, la bancada ruralista consiguió una nueva victoria al ser aprobada una propuesta de enmienda a la Constitución, la PEC 215, por la que se quiere pasar la decisión final de la demarcación de tierras del ejecutivo al parlamento. Y el legislativo es todavía más reticente al reconocimiento del derecho a la tierra de los pueblos indígenas. Las organizaciones de éstos están seguras de que la PEC 215 supondría la absoluta paralización de los procesos de demarcación.

En Brasil, para muchos, todavía está viva la mitología de los colonos, aquellos pioneros que ocuparon zonas “desaprovechadas” y las integraron en la “economía nacional” garantizando el “progreso”. Algunos de estos pioneros vivieron hace siglos, pero otros se lanzaron a por tierras indígenas hace tan sólo 40 o 50 años. O incluso mucho menos. Y están dispuestos a todo para defender “sus” tierras.

La lucha no es sólo judicial. Los indios que tratan de reivindicar sus tierras son frecuentemente amenazados. Y si continúan resistiéndose a la ocupación de sus tierras son, simplemente, eliminados, como le sucedió al dirigente guaraní Simão Vilhalva en julio del año pasado. La semana pasada, decenas de hombres armados atacaron a tiros a otra comunidad guaraní en el estado de Mato Grosso do Sul, informó la ONG indigenista Survival International. Los repetidos asesinatos de indígenas por ocupantes de tierras rara vez son investigados. 

La presión del lobby del agronegocio es tanta que los indios han llegado a una situación límite. La expansión de la agricultura y la ganadería supone muchas veces la pérdida de las formas de vida tradicionales de los indígenas y su reducción a la mendicidad. Entre los guaraní Kaiowa del sur del país se han detectado tasas de suicidio 34 veces más elevadas que la media brasileña. Los indígenas desaparecen, y con ellos, la selva y su biodiversidad.

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