África es un continente rico, pero no lo son los africanos. Níger es un país rico en uranio, el combustible de las centrales nucleares; la República Democrática del Congo lo es en casiterita, de la que se extrae el estaño, y también en oro, cobre y diamantes, al igual que lo son la República Centroafricana y Chad y Sierra Leona. Estos países son ricos en recursos, pero, son los menos desarrollados del mundo, últimos cinco en un ranking de 187 estados. Y no son excepciones: África sitúa a 38 países entre los 50 menos desarrollados del globo.
La mayoría de los países africanos son ricos, pero sus riquezas no mejoran la vida de sus pueblos, no llegan hasta ellos: se pierden entre las élites locales, los señores de la guerra encabezados por Estados Unidos y las multinacionales mineras.
Algunas ONG, políticos y diplomáticos resumen este expolio como “la Maldición de los Recursos Naturales”, una especie de mancha que afecta a los países que tienen los suelos más fértiles y los mares más ricos. Pero para Miguel Ángel Prieto Vaz, miembro de Justicia y Paz de Barcelona, se trata de “una explicación simplista, casi mitológica. Para Noruega la maldición del petróleo no existe, pero sí para el Congo ¿por qué?”.
El problema no tiene tanto que ver con las riquezas disponibles sino con el modo de administrar dichas riquezas y el constante saqueo extranjero del que ha sido víctima el continente africano. En concreto, desde finales del siglo XIX, cuando las potencias europeas se repartieron el continente en la Conferencia de Berlín, celebrada entre noviembre de 1884 y febrero de 1885. Francia y Gran Bretaña –además de Alemania, Bélgica, España, Italia y Portugal– dibujaron las fronteras de los países africanos a su antojo, con el objetivo de amasar para sus territorios el mayor número posible de bosques, ríos y yacimientos minerales. Francia se quedó con la ‘frente’ de África, que incluye buena parte de su mitad norte (Níger, Mali, Mauritania, Senegal…) y los primeros países que baña el mediterráneo (Marruecos, Argelia…). Gran Bretaña desembarcó en Egipto y desde allí trazó una línea vertical hasta Sudáfrica. A un lado y a otro de esta línea, Alemania y Portugal establecieron sus colonias: Camerún, Ruanda o Namibia –por entonces África Suroccidental– para los alemanes; Mozambique y Angola para los portugueses.
Este reparto del territorio se mantuvo, a grandes rasgos, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, momento en el que se inicia la independencia de las colonias. Este proceso finalizaría en los años 70, con 50 de los 54 países africanos actuales independizados, al menos sobre el papel, de sus metrópolis europeas.
A finales de los años 70, con el mundo occidental sumido todavía en las consecuencias de la crisis del petróleo de 1973, el precio de los hidrocarburos y de las materias primas estaba por las nubes. Los países africanos, cuyos yacimientos de petróleo y carbón estaban nacionalizados, multiplicaron sus ingresos por exportaciones y se convirtieron en los proveedores del desarrollo mundial. Entonces, el floreciente mercado de materias primas africano atrajo la atención de las potencias occidentales, que idearon un modo de llegar a esas materias primas sin tener que pasar por caja. El atajo se llamó Servicio de Ajuste Estructural, un invento del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM).
A partir de los años 80 da comienzo el proceso privatizador, un expolio que se basaría en dos principios: 1) los países africanos no saben gestionar sus minerales; y 2) como no saben, tienen que dejar la explotación de sus recursos a los expertos: las grandes multi-nacionales. De esta forma, países como Zambia, Costa de Marfil, Ghana o República Democrática del Congo, aunque fueron muchísimos más, fueron penetrados por los llamados “inversores extranjeros” que hasta el sol de hoy continúan el más macabro saqueo que haya vivido la historia mundial: El robo total de la riqueza del continente madre, África.
fuente: periodismo-alternativo.com
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