España es el segundo país del
mundo que más fármacos consume. Una industria, la farmacéutica, que
genera miles de millones de beneficios y con una regulación muy laxa. Su
poder es enorme y su influencia llega a las altas esferas de las
administraciones.
Cincuenta años han tenido que pasar para que los afectados por la talidomida hayan podido sentar en el banquillo a la farmacéutica alemana Grünenthal. El fármaco que se vendió a las embarazadas en los años 60 produjo cientos de malformaciones en los fetos. Ahora se celebra el juicio. Medio siglo después. Es un ejemplo del poder de la industria farmacéutica, casi intocable.
Los datos sobre los medicamentos se manejan con opacidad. Cuando se realizan los ensayos clínicos sobre fármacos, la comunidad científica tiende a publicar los resultados de forma positiva. Y es que en un 90% de los casos las pruebas realizadas han sido patrocinadas por la propia farmacéutica
Y es que el negocio es tan suculento que la industria no duda en fomentar actividades, si no ilegales, al menos éticamente cuestionables: Patentes de exclusividad que se renuevan sin que el fármaco mejore, visitadores médicos que ofrecen premios a los profesionales a cambio de usar su fármaco aunque no sea el más indicado o explotar la sobremedicación innecesaria.
Y todo esto ocurre en España que es el segundo país del mundo en consumo de fármacos según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Sólo en 2010, se dispensaron más de 958 millones de recetas, es decir, más de 20 por habitante.
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