En los últimos días el virus del ébola
ha vuelto a ser noticia debido a una incipiente epidemia que, por
primera vez en la historia de esta enfermedad, ha salido de África con
hasta ahora un par de casos confirmados de contagio que se encuentran en
territorio de Estados Unidos: Kent Brantly y Nancy Writebol, ambos
internados en el Emory University Hospital (Atlanta), ambos contagiados
mientras atendían a enfermos en Liberia.
¿Puede ser este el hecho que por fin
lleve a las grandes farmacéuticas de Occidente a desarrollar una vacuna
contra el virus? El ébola se conoce científicamente al menos desde 1976,
año en que se aisló por primera vez en Zaire. Y, desde entonces, el
virus ha seguido un destino más o menos parecido al VIH, o al menos esa
es la impresión de John Ashton, presidente de la Facultad de Salud
Pública del Reino Unido, quien el domingo pasado publicó en The Independent una
columna a propósito de la relación entre pobreza y enfermedad, o por
qué las grandes compañías farmacéuticas han impedido el desarrollo de
una vacuna contra el ébola solo porque, hasta ahora, la enfermedad ha
sido exclusivamente africana.
En ambos casos ―escribe Ashton,
comparando el VIH y el ébola― parece que la participación de grupos
minoritarios sin poder ha contribuido a demorar la respuesta y a
retrasar la puesta en marcha de una reacción médica internacional con
los recursos adecuados. En el caso del SIDA, pasaron varios años antes
de que se invirtiera en su investigación, y no fue sino hasta que los
así llamados grupos “inocentes” (mujeres, niños, pacientes hemofílicos y
personas heterosexuales) estuvieron involucrados, que los medios de
comunicación, los políticos y la comunidad científica e instituciones de
financiamiento tomaron nota de la situación.
En este breve párrafo el científico
recorre precavida pero decisivamente la cortina bajo la cual la opinión
pública tiende a ocultar enfermedades fatales que, sin embargo, por
afectar a personas sin recursos en las antípodas del mundo, parece que
simplemente pueden ignorarse. Y no por una razón misteriosa o imbricada
laberínticamente en los vericuetos de nuestra cultura, sino quizá por un
motivo muy simple: dinero. En una época en que la salud se ha
convertido en una mercancía, en una especie de recurso que puede ser
explotado y del cual se puede obtener ganancia, entonces su cuidado está
reservado para aquellos que pueden pagar por conservarla. Y,
tristemente, la mayoría de la población africana no tiene cabida en este
modelo.
Al respecto, concluye Ashton:
Debemos encarar también el escándalo de
la falta de voluntad de la industria farmacéutica para invertir en la
investigación de tratamiento y vacunas, algo que las compañías se niegan
a hacer porque los números en cuestión son, en sus términos, tan
pequeños que no justifican la inversión. Esta es la bancarrota moral del
capitalismo, que actúa en ausencia de un código ético y social.
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